El sacerdote Maximiliano Arboleya (1870-1951) fue un luchador social convencido, práctico y perseverante en unos tiempos en los que las dos Españas —y las dos Iglesias— no dejaban espacio para aplicar la doctrina social de la Iglesia.
Me encontré con la figura de Arboleya al documentarme para escribir Abdón de Lada y no puedo dejar de escribir algo sobre él. Su biografía (de la que entresacamos las citas de esta nota) nos la presenta Domingo Benavides en Maximiliano Arboleya (1870-1951), un luchador social entre las dos Españas.
Este sacerdote nació en Pola de Laviana, Asturias y era sobrino de quien luego sería obispo de Oviedo, fray Ramón Martínez Vigil, hombre de carácter abierto entre un clero integrista. En 1891 Leon XII había publicado la Rerum Novarum, que dio un gran impulso al catolicismo social, y en 1893, dentro de su proceso de formación, Arboleya estuvo en Roma. Proveniente de una Asturias donde se extendía el socialismo y la Iglesia se encontraba desorientada ante los obreros, al sacerdote en ciernes se le abrió allí la vocación social. Se dio cuenta, en sus propias palabras, de
«…que si dejábamos las cosas así, las masas trabajadoras, incluyendo los empleados, se nos irían irremisiblemente y terminé estudiando la manera de atender a la ya realizada «apostasía de las masas»» (Arboleya. Carta a Paz Zaldúa, 14-10-1949.)
A lo largo de su vida escribió multitud de libros y pronunció innumerables conferencias, fundó y dirigió periódicos, singularmente El Carbayón, impulsó sindicatos católicos y el asociacionismo agrario y trató de movilizar a la Iglesia de su época a favor de una acción social que no diera lugar a sindicatos amarillos ni a connivencias con los patronos. Los sindicatos debían ser independientes y centrados exclusivamente en el interés económico del obrero. Su periódico fue muy combatido
«por los de la extrema derecha, que nos consideraban, por lo menos decían que éramos «novadores peligrosos»; por la extrema izquierda, que veían con sobrado motivo un gran motivo para su influencia entre el pueblo en la divulgación de nuestras doctrinas, que eran las del Catolicismo Social; por los burgueses egoístas y los capitalistas insaciables, que descubrían fermentos revolucionarios y socialistas en nuestras predicaciones, y no es necesario decir que por los demás periódicos, un poco preocupados por la competencia, y por los políticos, que veían con natural disgusto el nacimiento de una fuerza con la que no podían contar para sus planes salvadores» (El caso de Asturias, pg. 49-50)
Algunos hechos nos dan una visión de la persona. Uno fue cuando en 1901 le pidieron que diera unas conferencias en el valle del Aller, feudo de la Hullera Española, que aplicaba las políticas integristas del Marqués de Comillas. En esos lugares y empresas reinaba un sindicato católico, pero los patronos veían que el dañino sindicato socialista se infiltraba peligrosamente. Arboleya habló allí de la doctrina de las encíclicas y propuso un sindicato obrero como el más adecuado para aquel tiempo y lugar; como si de un cura rojo se tratara, no llegó a pronunciar ni la segunda conferencia:
«Yo resultaba con semejantes predicaciones mucho más peligroso que el mismo Pablo Iglesias, que al fin no llevaba sotana que justificase sus radicalismos socialistas (…) Poco después un notable orador sagrado ovetense predicaba a los mineros de Aller, y en la hermosa iglesia de la Sociedad, un triduo de sermones encaminados principalmente a demostrar que es necesario sufrir en este mundo para gozar en el otro, y la Hullera rifaba entre sus trabajadores varias bellísimas casas, con huerto y todo» (El caso de Asturias, pg. 43)
Durante la Revolución de Octubre de 1934 Oviedo quedó en manos de los mineros sublevados durante diez días. La Cámara Santa de la Catedral fue volada y se produjeron muchos destrozos en el templo. Arboleya era deán de la catedral y por iniciativa y gestión suya se habían realizado en los años anteriores muchas obras de mejora, especialmente reponiendo el techado; como deán había sido también quien había hecho entrega de los fondos correspondientes a la autoridad gubernativa cuando, implantada la República, fue declarado patrimonio nacional.

Durante los sucesos de Octubre del 34 él estaba circunstancialmente en Zaragoza y regresó inmediatamente. Nos deja su impresión al entrar en la dinamitada Cámara Santa: «una de las obras de arte más preciosas, la Caja de las Calcedonias, del año mil, quedó intacta sobre los escombros, mientras ayer descubrimos con la emoción más intensa la Cruz de los Ángeles, a pocos centímetros sobre el suelo de la cripta, bajo varios metros de escombros pesadísimos. Y está muy deteriorada. (…) El Arca Santa sale en pedazos lamentables; la Cruz de la Victoria no apareció aun. El Santo Sudario fue de las primeras reliquias encontradas y en buen estado» (30-10-1934).
En sus reflexiones sobre las causas de la sublevación de los mineros no se deja llevar por la opinión dominante:
«nadie, absolutamente nadie, se lanza a pensar si este atroz movimiento criminal revolucionario de cerca de 50.000 hombres no tiene más explicación que la consabida malsana propaganda socialista; nadie piensa en que también puede haber tremendas responsabilidades por parte nuestra. Y, consiguientemente, nadie piensa cambiar de conducta»
Tras la revolución recomienda:
«toda nuestra propaganda sindical ha de ser diáfana, seria, imparcial y por completo desinteresada, sin finalidad apologética a favor de la propiedad, del orden público, de los patronos o de la misma Iglesia»
Cuando empieza la Guerra Civil Arboleya tiene ya 66 años. Se encuentra en Meres, pueblo en zona republicana. En la cercana ciudad de Oviedo, los sublevados, cercados, resisten. Por su pueblo pasan las tropas que van o vuelven del frente de Oviedo, se requisa comida, aparatos de radio o vehículos, se organizan comités, se detiene a los sospechosos de ser fascistas. A Maximiliano Arboleya canónigo del Cabildo de la Santa Iglesia Basílica Catedral Metropolitana de San Salvador de Oviedo, los revolucionarios solo le ocasionan algunas molestias aisladas. Llega a alojar en su casa a una hermana monja junto con seis compañeras del convento. Al cabo de siete meses decide trasladarse a Bilbao, donde, con todo, piensa que estará más seguro. Establecido en un pueblo cerca de esa ciudad realiza unas declaraciones a un periódico local sobre asuntos de Iglesia y sociales —evitando, pensaba, implicaciones políticas—, y esas declaraciones son difundidas, distorsionadas, exageradas y manipuladas hasta encontrarse, tras su vuelta a una Asturias ya totalmente controlada por los nacionales, sometido a un expediente de depuración para aclarar su posición ante el Régimen. Son significativas sus palabras ante este proceso, finalmente resuelto de manera favorable para él:
«Aquí lo que hay es que ha desconcertado a muchos el que no me mataran los rojos, como, al parecer, era mi deber, para dos cosas: para decir de mí: «Ved lo que adelantó con tanto defender a los obreros y tanto ir al pueblo»…y para decir de los obreros tan cordialmente odiados por esas gentes: » Ved si son perversos que hasta matan a sus grandes defensores». Pero a mí me interesa hacer constar ante esa gentuza que no soy un mirlo blanco, que en mi aldeita no se ha matado a nadie, que allí está el colegio de religiosas que no han quitado el hábito, nadie se ha metido con ellas y los Comités las han ayudado cuanto pudieron, que nadie molestó tampoco al capellán de ese colegio, que allí está igualmente, (…) y esto no quiero ni puedo negarlo, y lo proclamaré siempre, cueste lo que cueste; y digo más: el hecho de verme yo defendido por los obreros es un fenómeno que ustedes deberían tomar muy en serio»
Pasó los últimos años de su vida en Meres; no quiso salir de España. Volvió a publicar sorteando problemas con la censura. Sus antiguos amigos se habían acomodado al nuevo Régimen. Se trata de Maximiliano Arboleya, un luchador social entre las dos Españas, mucho más que un cura rojo.
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